martes, 13 de diciembre de 2016

El silencio del veneno


Llegar no es nada fácil. Es la época más fría del año en el lugar en donde vivo. Pero ahora no estoy ahí. Acá, el calor es agobiante y el silencio estremece. Cientos de kilómetros a través de la ruta sin poder distinguir más que montañas y vacas. Atrás quedó Famatina, una de las reservas de oro más grande de Argentina, y mucho más lejos Jachal.
Todavía me dan vueltas en la cabeza las historias de aquellos lugares. En Chilecito la resistencia es bien organizada y solamente con la fuerza del pueblo, de tres mil quinientos habitantes, expulsaron, en  nueve años, a cuatro mineras que intentaban no sólo chupar la sangre de las sierras de Famatina, sino dejar de recuerdo todos sus desechos de metales pesados. Sigo mirando, ahora todo es más desolado en este lugar ¿tendrán los mismos problemas medioambientales?

El primer pueblito que asoma es Santa Cruz, no figura en ninguno de los mapas que tengo a mano. Más silencio, ya ni siquiera hay vacas. A lo lejos, dos viejitos mirando con asombro hacia donde estoy parado. El polvo vuela, entrecierro los ojos. Dos de la tarde, la despensa del pueblo no está cerrada pero tampoco hay nadie que la atienda.
No puedo ver a nadie más. Sigo unos metros más, un pequeño cartel indica en dónde están apoyados mis pies ahora: “La Cuadra”. Me anticipa un tal Carlos, que se presenta invitándome a tomar unos mates a una casa. No es su casa, la dueña se llama Rita, pero él es un amigo. Ella se crió acá, es su hogar, la acompañan sus padres, también oriundos de este lugar.

                  - Somos un pueblo de 200 habitantes, pero quiero que te sientas como en tu casa. – dice Rita mientras agarra una botellita de “chuker” que tiene guardada entre figuras religiosas en un armario.

Abro bien los ojos, es difícil tomar esa frase y convertirla en realidad. Se que no estoy en mi casa, más allá de su amabilidad. Su vereda es la ruta once, que une La Rioja con Catamarca. Su patio es un precipicio de piedras y espinas que termina en un inmenso valle. Su ventana permite ver un atardecer de esos que aparecen en películas.
No hay autos, quioscos, cajeros, bancos, ni siquiera alguien elevando el tono de voz. Es una tarea muy difícil sentirme “como en casa”. Sobretodo teniendo en cuenta que en mi ciudad abundan los ruidos, los gases tóxicos, la publicidad invasiva, la contaminación, la adrenalina, el egoísmo, el “sálvese quien pueda”. Acá, “La Cuadra” es literal, la extensión del pueblo no supera los doscientos metros.
¿Cómo curarán sus enfermedades? Cientos de kilómetros y no veo ni un hospital o algo que sea al menos parecido.
Entre mates y con canal América de fondo, se desprenden sus historias. Rita vivió en Mendoza y se le caen las lágrimas cuando dice que ha llegado a pasar fin de año sola, brindando por su familia. También pasó trece años en Moreno y en Comodoro Rivadavia otros cinco.

      -    Nos cuesta juntar dinero pero vivo tranquila -  Rita piensa, mira el mate.
Pregunto rápidamente por la ausencia de una sala de emergencias.

-          El centro médico más cercano es en Chilecito, a dos horas y media de acá – responde la lugareña.
Los noto con buen semblante hasta ése momento, veo ahora tensión en sus rostros.
Los padres de Rita viven ahí, casi con noventa años cada uno. Todos diabéticos en la casa.

-          La gente tiene que irse de acá porque se muere, no hay posibilidad de llamar a una ambulancia, que tarda horas en llegar – Carlos se refriega la cara.

Cuentan que cada vez son menos. Los chicos que se quedan deben ir a la única escuela rural y pasar el resto de su vida en el pueblo, trabajando en fincas, a años luz de lo que en las grandes ciudades se conoce como el “beneficio de la modernidad”. Otros se van a estudiar a Catamarca, si tienen esa suerte. Los viejos mueren, con más pena que gloria, olvidados.
     
-          Todavía puedo tomar agua de la canilla, el Famatina es nuestra vida – dice Rita mientras bautiza el mate con el endulzante.

Me invitan a dormir en su casa. ¿Cómo subsiste un pueblo casi sin recursos, con una temperatura extrema y a cientos de kilómetros de cualquier tipo de asistencia?
El nevado de Famatina se encuentra lejos pero, aún así, alimenta a toda una región conformada por lugareños que parecen estar suspendidos en el tiempo y con un velo que los esconde.

      -     Somos pueblos olvidados, olvidados por el Estado. Acá no tenemos apoyo – advierte Carlos – Su única solución es sacarnos de nuestro lugar y llevarnos a otro lado.

Ambos dicen ser parte de la resistencia organizada para evitar el envenenamiento de Famatina, un bastión natural que está seriamente amenazado por mega empresas como Barrick Gold.

Mientras tanto, el despoblamiento sigue evolucionando y Rita lo cuenta:

      -     De a poco van abandonando los pueblos, esto será tierra de nadie en poco tiempo. La gente mayor busca estar cerca de un hospital.

Silencio. Un silencio que no puedo cortar. La televisión, interrumpe la conversación. Un panel de periodistas escuchan atentos a una chica informar sobre el clima en Capital Federal. El informe termina y parecen retomar una discusión que ya puedo leer en un graph: “La propaganda tiene razón, necesitamos vivir en una meritocracia”.
En tiempos de “meritocracia” ¿cuál es la vara que mide el mérito de éstas personas?
Le pido a Rita que me cebe el último, el trajín del día me tiene exhausto. Carlos tiene que seguir reparando la vereda y la zanja de la puerta de su casa, pero antes explica:


- Se que es diferente para ustedes. Nosotros nos hicimos pesimistas, no queremos nada más que la naturaleza y se la están llevando. 

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