Llegar no es nada fácil. Es la época más fría
del año en el lugar en donde vivo. Pero ahora no estoy ahí. Acá, el calor es
agobiante y el silencio estremece. Cientos de kilómetros a través de la ruta
sin poder distinguir más que montañas y vacas. Atrás quedó Famatina, una de las
reservas de oro más grande de Argentina, y mucho más lejos Jachal.
Todavía me
dan vueltas en la cabeza las historias de aquellos lugares. En Chilecito la
resistencia es bien organizada y solamente con la fuerza del pueblo, de tres
mil quinientos habitantes, expulsaron, en
nueve años, a cuatro mineras que intentaban no sólo chupar la sangre de
las sierras de Famatina, sino dejar de recuerdo todos sus desechos de metales
pesados. Sigo mirando, ahora todo es más desolado en este lugar ¿tendrán los
mismos problemas medioambientales?
El primer pueblito que asoma es Santa Cruz,
no figura en ninguno de los mapas que tengo a mano. Más silencio, ya ni
siquiera hay vacas. A lo lejos, dos viejitos mirando con asombro hacia donde
estoy parado. El polvo vuela, entrecierro los ojos. Dos de la tarde, la
despensa del pueblo no está cerrada pero tampoco hay nadie que la atienda.
No puedo ver a nadie más. Sigo unos metros más,
un pequeño cartel indica en dónde están apoyados mis pies ahora: “La Cuadra ”. Me anticipa un tal
Carlos, que se presenta invitándome a tomar unos mates a una casa. No es su
casa, la dueña se llama Rita, pero él es un amigo. Ella se crió acá, es su hogar, la acompañan sus padres, también
oriundos de este lugar.
- Somos un pueblo de 200
habitantes, pero quiero que te sientas como en tu casa. – dice Rita mientras
agarra una botellita de “chuker” que tiene guardada entre figuras religiosas en
un armario.
Abro bien los ojos, es difícil
tomar esa frase y convertirla en realidad. Se que no estoy en mi casa, más allá
de su amabilidad. Su vereda es la ruta once, que une La Rioja con Catamarca. Su
patio es un precipicio de piedras y espinas que termina en un inmenso valle. Su
ventana permite ver un atardecer de esos que aparecen en películas.
No hay autos, quioscos, cajeros,
bancos, ni siquiera alguien elevando el tono de voz. Es una tarea muy difícil
sentirme “como en casa”. Sobretodo teniendo en cuenta que en mi ciudad abundan
los ruidos, los gases tóxicos, la publicidad invasiva, la contaminación, la
adrenalina, el egoísmo, el “sálvese quien pueda”. Acá, “La Cuadra ” es literal, la
extensión del pueblo no supera los doscientos metros.
¿Cómo curarán sus enfermedades?
Cientos de kilómetros y no veo ni un hospital o algo que sea al menos parecido.
Entre mates y con canal América de
fondo, se desprenden sus historias. Rita vivió en Mendoza y se le caen las
lágrimas cuando dice que ha llegado a pasar fin de año sola, brindando por su
familia. También pasó trece años en Moreno y en Comodoro Rivadavia otros cinco.
-
Nos cuesta juntar dinero pero vivo tranquila - Rita piensa, mira el mate.
Pregunto rápidamente por la
ausencia de una sala de emergencias.
-
El centro médico más cercano es en Chilecito, a dos
horas y media de acá – responde la lugareña.
Los noto con buen semblante hasta
ése momento, veo ahora tensión en sus rostros.
Los padres de Rita viven ahí, casi
con noventa años cada uno. Todos diabéticos en la casa.
-
La gente tiene que irse de acá porque se muere, no hay
posibilidad de llamar a una ambulancia, que tarda horas en llegar – Carlos se
refriega la cara.
Cuentan que cada vez son menos. Los
chicos que se quedan deben ir a la única escuela rural y pasar el resto de su
vida en el pueblo, trabajando en fincas, a años luz de lo que en las grandes
ciudades se conoce como el “beneficio de la modernidad”. Otros se van a
estudiar a Catamarca, si tienen esa suerte. Los viejos mueren, con más pena que
gloria, olvidados.
-
Todavía puedo tomar agua de la canilla, el Famatina es
nuestra vida – dice Rita mientras bautiza el mate con el endulzante.
Me invitan a dormir en su casa.
¿Cómo subsiste un pueblo casi sin recursos, con una temperatura extrema y a
cientos de kilómetros de cualquier tipo de asistencia?
El nevado de Famatina se encuentra
lejos pero, aún así, alimenta a toda una región conformada por lugareños que
parecen estar suspendidos en el tiempo y con un velo que los esconde.
- Somos pueblos olvidados,
olvidados por el Estado. Acá no tenemos apoyo – advierte Carlos – Su única
solución es sacarnos de nuestro lugar y llevarnos a otro lado.
Ambos dicen ser parte de la resistencia
organizada para evitar el envenenamiento de Famatina, un bastión natural que
está seriamente amenazado por mega empresas como Barrick Gold.
Mientras tanto, el despoblamiento sigue
evolucionando y Rita lo cuenta:
- De a poco van abandonando
los pueblos, esto será tierra de nadie en poco tiempo. La gente mayor busca
estar cerca de un hospital.
Silencio. Un silencio que no puedo cortar. La
televisión, interrumpe la conversación. Un panel de periodistas escuchan
atentos a una chica informar sobre el clima en Capital Federal. El informe
termina y parecen retomar una discusión que ya puedo leer en un graph: “La
propaganda tiene razón, necesitamos vivir en una meritocracia”.
En tiempos de “meritocracia” ¿cuál es la vara
que mide el mérito de éstas personas?
Le pido a Rita que me cebe el último, el
trajín del día me tiene exhausto. Carlos tiene que seguir reparando la vereda y
la zanja de la puerta de su casa, pero antes explica:
- Se que es diferente para ustedes. Nosotros
nos hicimos pesimistas, no queremos nada más que la naturaleza y se la están
llevando.
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